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EL PROGRAMA DE LA CONSTITUCION
Por Norberto Padilla |
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Exposición dictada en la Jornada “A 150 AÑOS DE LA CONSTITUCIÓN. IGLESIAS Y CONFESIONES
RELIGIOSAS. BALANCE Y PERSPECTIVAS”, Jornada organizada por el CALIR el 13 de agosto de 2003 en el Auditorio
“San Ignacio de Loyola” de la Universidad del Salvador.
El sesquicentenario de nuestra Constitución histórica
ha pasado sin celebraciones oficiales. Pero muchas instituciones,
entre ellas la Asociación Argentina de Derecho Constitucional,
que nos brinda su auspicio, no han permitido que el aniversario
parara en silencio. El CALIR ha querido estar presente a través
de esta convocatoria, para celebrar y reflexionar en torno al aporte
de las iglesias y confesiones religiosas en la Argentina. Las sucesivas
exposiciones han desplegado en toda su riqueza un país en
el que se hizo posible la armónica convivencia de argentinos
y extranjeros, de católicos, judíos, musulmanes, cristianos
de diversas denominaciones, y adeptos de otras religiones o no pertenecientes
a ninguna. Cuando los constituyentes de 1853 aprobaron la Constitución,
solemnemente jurada el 9 de julio de ese año, en vastas extensiones
del mundo la libertad en general y la libertad religiosa en particular
eran beneficios de los que no gozaba la mayoría, eran aspiraciones
cuya exteriorización podía dar lugar a la cárcel
o la muerte, en el mejor de los casos, al exilio. Aún hoy
la libertad religiosa es desconocida en diversos puntos del planeta,
como lo son los derechos humanos en general.
La Constitución de 1853 plasmó los ideales de Mayo
de 1810, la independencia jurada pese a las circunstancias adversas
en julio de 1816, el compromiso de San Nicolás de los Arroyos
de hacer realidad aquél otro Pacto, el de 1831, con la voluntad
de constituir el país. La Constitución no fue un producto
de laboratorio sino el fruto de una experiencia probada con la sangre.
Desde el púlpito de la iglesia matriz de Catamarca el franciscano
Mamerto Esquiú comenzaba su sermón ese 9 de julio
de 1853 con las palabras del Sumo Sacerdote Jonatán a los
espartanos: “Nos alegramos mucho de la gloria de ustedes” (1 Mac.12,12).
“Laetamur!”, ha sido vencida la anarquía, la Constitución
“suspirada tantos años de los hombres buenos”, completa la
declaración de la Independencia.
Pero Esquiú al mismo tiempo alertaba a su auditorio. Parafraseando
un reciente documento del Episcopado, diríamos que los previno
contra las soluciones mágicas: “el inmenso don de la Constitución
hecho a nosotros no sería más que el guante tirado
a la arena, si no hay en lo sucesivo inmovilidad y sumisión:
inmovilidad por parte de ella, sumisión por parte de nosotros”.
“La vida y conservación del pueblo argentino dependen de
que su Constitución sea fija; que no ceda al impulso de los
hombres”, y reclama “sumisión pronta y universal” ya que
“no hay un hombre que no tenga que hacer el sacrificio de algún
interés; y si cada uno adopta la Constitución, eliminando
el artículo que está en oposición a su fortuna,
a su opinión, o a cualquier otro interés, ¿pensáis
que quedaría uno sólo? ¿ quedaría fuerza
ninguna si cada uno retira la suya? ¿ quedaría en
la carta constitucional la idea de soberanía que supone,
si cada individuo hombre o pueblo fuese árbitro sobre un
punto cualquiera que sea?”. El religioso pide “sumisión”
a los católicos, porque se alzaban voces, quizás las
de la antigua anarquía, que se oponían a la Constitución
porque no reconocía los derechos de la Iglesia Católica,
los de la “Religión, augusta y eterna”, “mi Religión,
la Religión de mis padres”. “Sosegaos, católicos”,
les exhorta. Todos deben hacer el sacrificio que la hora exige porque
“sin sumisión no hay ley; sin leyes no hay patria, no hay
verdadera libertad; existen solo pasiones, desorden, anarquía,
disolución, guerra y males de que Dios libre eternamente
a la República Argentina”.
Pasaron los años, la Argentina emprendió su marcha,
no sin tropiezos: los enfrentamientos entre la Confederación
y Buenos Aires hicieron que recién en 1860 ésta jurase
la Constitución, sujeta antes a una amplia revisión
en la memorable Convención del Estado de Buenos Aires, pero
en 1861 se disolvieron los poderes federales después de Pavón.
Se eclipsó la estrella de Urquiza, el vencedor de Caseros,
de quien Esquiú había exclamado: “Tu nación
te debe la vida!”. Se afirmó Mitre, y con él el proyecto
liberal. En 1862 se inició el ciclo de las presidencias históricas,
aunque fuerza es decir que cada transición presidencial estuvo
marcada por levantamientos armados. En 1880, sobre el final de Avellaneda
y el auge de Roca, con la sucesión presidencial se definió
la cuestión de la Capital de la República. Fueron,
pese a las dificultades, los años en que se integró
el territorio, en que se abrieron las fronteras a la inmigración,
se dictaron los códigos, se extendieron los ferrocarriles,
se poblaron las escuelas. Con las heridas abiertas de Puente Alsina,
la flamante Capital definitiva escucha a Esquiú predicar
en la Catedral, desde esa cátedra en el que Sarmiento quiso
verlo como arzobispo de Buenos Aires, responsabilidad que él
rehuyó creyéndose indigno. En días más
recibiría, en la Basílica de San Francisco, la consagración
episcopal para la sede de Córdoba, a la que se entregaría
con un denuedo apostólico sin límites. El día
de la Virgen, 8 de diciembre de 1880, ante las más altas
autoridades de la Nación, Esquiú comenzó su
predicación. Recordó el lema de 1853 “Laetamur” pero
para contrastarlo con el tiempo que le tocaba vivir. El espectáculo
de los enfrentamientos de las últimas décadas no le
permitían reiterar la “amorosísima congratulación”,
por lo que las palabras de la Escritura fueron en esa ocasión
tomadas del Libro de Baruc: “Y ustedes dirán: Al Señor,
nuestro Dios, pertenece la justicia; a nosotros en cambio, la vergüenza
reflejada en el rostro”. Quien relea hoy estos dos sermones, quizás
sienta que en la Argentina pasamos del “laetamur” al “confusio faciei
nostrae”, de la satisfacción a la tristeza, de la esperanza
al desaliento, de la soberbia al “heridos y agobiados”, como ciclos
en nuestra vida como nación.
De igual forma, los argentinos seguimos necesitando que se nos exhorte,
como lo hacía Esquiú en 1853, a sujetarnos a la ley,
a aceptar internamente las exigencias de las normas, porque no es
posible que la habilidad en eludir la ley sea parámetro de
éxito personal o sectorial. La Constitución quería
ser “la Nación Argentina hecha ley” para que el gobierno
de las leyes reemplazase el gobierno de los hombres, y no para que
la ley fuese manipulada a favor de un grupo o un interés
contrario al “bienestar general” que, en la definición de
la Corte, no es sino “el bien común de la filosofía
clásica”.
El programa de la Constitución tiene uno de sus capítulos
fundamentales en esa obediencia a la ley, en primer lugar a la ley
de leyes, que se jura “cumplir y hacer cumplir” al asumir funciones
de responsabilidad pública.
Los argentinos hemos repetido como una oración las breves
y admirables palabras del Preámbulo que en sí mismo
es la síntesis del gran programa de la Constitución.
“Para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”,
enuncia, con una amplitud que no encontramos en los de otras leyes
supremas, empezando por el de la Constitución de los Estados
Unidos. Este llamado es otro de los grandes capítulos del
programa de la Constitución, quizás el más
definitorio y característico, que se hizo realidad con la
llegada de centenares de miles de inmigrantes. Hoy sus descendientes
reviven las historias, asombrosas, enternecedoras, dramáticas,
de quienes escucharon que había un lugar en el que se podía
construir un nuevo destino. Podemos tener la tentación de
idealizar una época, que en la realidad está llena
de contrastes, de luces y sombras. Pero las historias de esos inmigrantes
se enhebraron con la historia de la Nación, que de esa manera
pasaba a ser también la de cada uno, de los que estaban y
de los que vinieron. Con ellos se cumplía otra parte del
programa de la Constitución.
Cuando alcanzamos, quizás con más razones para la
“confusio” que para el “laetamur”, los primeros ciento cincuenta
años de su sanción y iura y nos encaminamos a los
doscientos de la Revolución en que nació “una nueva
y gloriosa Nación”, nos vemos obligados a hacer un examen
de conciencia. ¿Qué partes del programa de la Constitución
hemos malgastado y olvidado? ¿Respecto a cuáles no
hemos sido “administradores fieles y prudentes” de los bienes recibidos?
¿Por qué la Argentina no solo no es un lugar de promesa
sino que expulsa por falta de oportunidades a los nietos de los
inmigrantes en quienes pareció encarnarse la promesa? ¿Qué
decimos de nuestros más próximos y prójimos
de los países con los que compartimos la misma herencia histórica
y la misma tradición, esos inmigrantes son para nosotros
habitantes para los que nos empeñamos en que gocen “de los
beneficios de la libertad”? ¿A 150 años, son “sanas
y limpias” las cárceles, han sido abolidos “para siempre”
los tormentos y los azotes? ¿Aprender es un derecho del que
realmente gozan todos? Y podríamos seguir con los interrogantes
a poco que leyéramos la “cláusula del progreso”, no
la versión de 1994 sino simplemente la de 1853 en el viejo
artículo 67 inciso 16.
Nuestro examen de conciencia incluye una “purificación de
la memoria” como condición para una auténtica conversión.
Quisiéramos no alternar entre la euforia y la depresión,
no exaltar ni demonizar al compás de los medios, eso sí,
siempre acríticamente. Quisiéramos reglas de juego
claras, que si son para todos no sean cumplidas nada más
que por los ingenuos. Quisiéramos ser “previsibles”, y tan
poco lo somos que, sugestivamente, aún desde lo más
alto del poder, se repite el anhelo de ser simplemente “normales”,
una extraña forma de reconocer que no lo somos, confesión
de parte que sorprende en el exterior. Tampoco es novedad. Hace
años que queremos ser aceptados como “del primer mundo”,
pero no logramos ser del todo convincentes. Un editorial de “Criterio”
resumió en los primeros meses de 2002 el deseo de ser una
“patria modesta y moderna”, lo que parece poco, pero encierra muchas
verdades. Por esa misma época, el Diálogo Argentino
convocaba a pensar reformas “a la vez urgentes y profundas” y a
hacer pie en los valores comunes, tarea nada sencilla por cierto
ya que afirmamos la necesidad de construir una sociedad pluralista
, que a veces se confunde, interesadamente o no, con relativismo
e indiferencia.
Debemos “pensar” la Argentina del Bicentenario, para saltar de la
contingencia a lo permanente, de la emergencia a la estabilidad,
desde respuesta puramente coyunturales a auténticas políticas
de estado, a instituciones creíbles por la ejemplaridad de
quienes las encarnan y a una democracia participativa Lo decía
así ACDEn (Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa)
en el año 2000: “…La sociedad que deseamos es una sociedad
pluralista, y en ella es un bien indispensable que los medios estén
siempre abiertos a la discusión. Una sociedad libre se construye
con consensos básicos en torno a los fines, y con respeto
hacia las diferencias sobre los medios”. El debate requiere, precisamente,
la pedagogía del diálogo, sin la cual solo habrá
imposición del más fuerte, desde diversas formas de
poder, el mafioso incluído.
Estas dos fechas, la de la Constitución y la de Mayo, son
acontecimientos jubilares, que, como expresó Juan Pablo II
en su carta apostólica “Tertio Milennio Adveniente”, tienen
profunda significación en la vida de las personas y de los
pueblos. Peregrinamos de uno a otro aniversario con espíritu
religioso, porque Dios es el Señor del tiempo, alguna vez
se ha dicho, es un “Dios rico en tiempo”. Para los cristianos, Jesucristo
es “Señor de la Historia”. Este es el aporte más propio
que los creyentes podemos hacer desde la propia fe: no caminamos
solos, ni en soledad ni en tinieblas. Nuestros mayores lo comprendieron
y vivieron así, rubricando cada acontecimiento con la alabanza
y la súplica al “Señor del Universo”, a quien en 1853
reconocieron como ”fuente de toda razón y justicia”. En la
Catedral de Buenos Aires están inscriptas las palabras del
salmista, que cantamos en el Te Deum desde los albores de Mayo:
“Salva a tu pueblo y bendice tu heredad”. Como la de Esquiú
en Catamarca el 9 de julio de 1853, a lo largo de nuestra historia,
se ha levantado siempre la voz de la religión para consolar
y alentar, para exhortar a la misericordia y a la conversión,
para expresar la necesidad de una “justicia largamente esperada”,
para invitarnos a cargar al otro sobre los hombros, de ponerse la
Patria al hombro.
Al amparo de la libertad por la que los constituyentes bregaron,
los hombres y mujeres de fe encuentran formas inéditas de
colaborar para el bien común. Las identidades se respetan,
más aún, son condición para ejercer “la sabiduría
del diálogo”. En el mundo en que vivimos, paradójicamente
de tan comunicados nos aislamos en islas en tanto que el terrorismo
y la preopotencia de los más fuertes imponen sus argumentos
y la globalización parece que deja de lado continentes enteros.
Los argentinos ansiamos tener la posibilidad de compartir con las
demás naciones la voluntad de “ser nación” como un
servicio a la paz del mundo.
Cuando la Constitución histórica cumplía, también
sin solemnidades oficiales, su primer centenario, desde una publicación
para abogados se la llamó “nuestra obra maestra”: “Como una
catedral gótica levantada por la fe, por sus amplias naves
pueden ir pasando las generaciones, mientras algunos artífices
contribuyen a actualizarla o realzarla. Es en esa obra maestra,
en la que los argentinos tenemos que encontrarnos reunidos”. Medio
siglo después, más allá de las transformaciones
tan profundas, reconocemos como propias las piedras angulares sobre
las que se elevaron sus torres y deseamos que nadie esté
excluido de transitar por las amplias naves, hoy como ayer motivo
de legítimo orgullo y de renovada esperanza.
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