Home  |  Contacto  |  Favoritos  |  Libro de Visitas  |   Imprimir  |  Enviar
Artículos

LA RELIGION
EN LA SOCIEDAD PLURALISTA

Por Roberto Bosca

Exposición dictada en la Jornada “A 150 AÑOS DE LA CONSTITUCIÓN. IGLESIAS Y CONFESIONES RELIGIOSAS. BALANCE Y PERSPECTIVAS”, Jornada organizada por el CALIR el 13 de agosto de 2003 en el Auditorio “San Ignacio de Loyola” de la Universidad del Salvador.

Me parece que podemos partir de una caracterización de la cultura de nuestros días para tratar de auscultar después cuál es el lugar de la religión en ella. En los últimos años se ha venido reflexionando bastante sobre el eje fe-cultura. Cada cultura se configura de una determinada manera en relación a los valores religiosos, por ejemplo el imperio romano o la cristiandad medieval, como acontece del mismo modo en la nuestra. Los valores que sostiene una sociedad se expresan religiosamente y a su vez la religión informa, asimila o también refracta o rechaza los valores que esa sociedad expresa.
Voy a intentar exponer ahora una visión de la religión en la sociedad pluralista desde mi propia perspectiva de la fe cristiana, sirviéndome de dos recientes documentos de la Iglesia católica que me parecen útiles para el caso. Ellos son la exhortación apostólica Ecclesia in América de Juan Pablo II y la Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
La mencionada exhortación del Papa traza un diagnóstico de la cultura que me parece interesante tener presente en este diálogo, y la Nota doctrinal se refiere a la relación de la religión y la democracia, que es la fórmula política que expresa la sociedad pluralista en nuestros días.
¿Cuáles son los valores que según estos documentos expresan la llamada cultura emergente de nuestros días? ¿Cuál es el lugar, el locus de la religión en la sociedad pluralista?
Estas son las preguntas que vamos a tratar de contestar en nuestra reflexión y en nuestro diálogo, y para esto vamos a ver el primer documento.

El oscurecimiento de la esperanza

En el mes de junio de este mismo año el Papa Juan Pablo II dio a conocer una exhortación apostólica que se llama Ecclesia in Europa, Iglesia en Europa . En el primer capítulo de este documento el Papa hace un diagnóstico de la cultura que puede servirnos ahora, con ocasión de nuestro diálogo, como una descripción de este momento histórico, tal como se lo percibe desde la perspectiva de un observatorio muy singular, un lugar que es mirado como un punto de referencia por millones de personas en todo el mundo.
Me parece interesante este diagnóstico, (que adelanto, es ciertamente crítico), no sólo porque el Papa es la más alta autoridad de la Iglesia católica, sino porque su figura trasciende largamente su jurisdicción magisterial sobre los fieles cristianos, extendiendo su autoridad moral mucho más allá de su propia comunidad religiosa .
Merece recordarse también que el Papa elaboró además este documento sobre el instrumentum laboris, o sea sobre un texto preparado por el sínodo de los obispos europeos, y él no refleja por lo tanto una visión estrictamente personal sino compartida de algún modo por el colegio episcopal del viejo continente.
Juan Pablo II comienza advirtiendo que un rasgo fundamental de nuestra cultura es un oscurecimiento de la esperanza , un signo de desorientación e inseguridad que oscurece la vida de los hombres y mujeres en nuestros días. Recuerdo que el Papa se está refiriendo a Europa, pero sus palabras seguramente son plenamente aplicables a nuestra propia sociedad, en cuanto nuestro patrimonio cultural es heredero de esa misma tradición, enriquecida por otras fuentes a lo largo de nuestra historia hasta nuestros días.
Es un clima diverso al de unos años atrás, por ejemplo el de los años sesenta, en el que recorrían la sociedad las utopías revolucionarias, que aunque engañosamente, prometían una vida mejor. Hoy se ha producido el colapso de las ideologías y su promesa de una sociedad perfecta, que se habían constituido como verdaderas religiones seculares portadoras de un propio mensaje de salvación. Ha caído también el mito del progreso por el cual la ciencia y la técnica iban a alumbrar un mundo feliz para todos. No fue así; al contrario, el progreso técnico ha traído, junto a innegables beneficios, también la posibilidad cierta de la autodestrucción. Esta desesperanza posmoderna actual expresa entonces la contracara del optimismo progresista y revolucionario moderno.
El Papa denuncia aquí una pérdida de la memoria y de la herencia cristianas, unidas a una especie de agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa . Subrayo estas dos palabras empleadas por el Papa, -herencia y memoria-, porque designan dos conceptos que me parece constituyen unos valores especialmente apreciados en la comunidad judía . Lo cierto es que la sociedad a través de este proceso de amnesia y negación ha ido atenuando progresivamente el sentido cristiano de la vida humana para ir organizándose sobre fundamentos cada vez más alejados de unos criterios que expresen la dignidad de la persona. Parece claro que éste es un dato objetivo de la realidad , no la opinión de los obispos.
Sin necesidad de compartir una añoranza nostálgica por los “buenos tiempos”, esta renuncia nos muestra un resultado preocupante, no sólo desde la perspectiva de la fe cristiana, sino porque de ese modo la sociedad –la experiencia de nuestro tiempo es elocuente al respecto- se configura como una trama de violencias, de corrupciones, de egoísmos, de abandono del sentido de la vida y hasta del mismo sentido común. Lo que eran verdades evidentes hasta hace poco tiempo, ahora no son reconocidas como tales. El matrimonio es sólo un ejemplo entre muchos.
Este dato indica una evidente crisis en el ethos de nuestra cultura. La autoridad de la Iglesia no ha dejado de declararlo aun en contra de las ideas que puedan circunstancialmente imponerse en la sociedad, configurando en no pocas ocasiones un pensamiento único que pretende excluir de un modo incluso autoritario cualquier opinión independiente o espíritu disidente. El nazismo fue objeto de una evidente crítica por la Iglesia católica, y esto no es algo que la misma Iglesia esté dispuesta a cambiarlo, aunque en el futuro la mayoría determine que el nazismo fue algo bueno, cosa que aunque indeseable e improbable no ha de descartarse que pueda ocurrir, y no sería la primera vez en la historia que algo así sucede. Esto es así porque el juicio moral no cambia en la Iglesia, y mucho menos al compás de pretendidos consensos sociales; puede cambiar la perspectiva pero no su valoración moral .
Hoy se extiende un temor entre los ciudadanos -y voy a ser concreto- casi hasta de salir a la calle; hay un cierto miedo de afrontar el futuro, reflejado incluso en el descenso de la natalidad: no traer hijos a este mundo inhumano, evitar nuevos sufrimientos. Se está dando –anota el Papa entre otros datos- una difusa fragmentación de la existencia, hay una búsqueda obsesiva de los propios intereses y privilegios, y se advierte un proceso de globalización que apunta a la unidad, pero margina a los débiles. Son todos estos claros síntomas de una indiferencia ética general, subraya el Papa, en un concepto que no hace falta demasiado esfuerzo para compartirlo aun desde visiones religiosas muy diversas a la que aquí se expone. Hay una indiferencia ética general, no de la clase política, sino de toda la sociedad.
Junto al crecimiento del individualismo, -sigue el documento- se nota un decaimiento creciente de la solidaridad interpersonal. Asistimos al nacimiento de una nueva cultura, -afirma el Papa- de la que forma parte un agnosticismo religioso cada vez más difuso, vinculado a un relativismo moral y jurídico más profundo , que hunde sus raíces en la pérdida de la verdad del hombre como fundamento de los derechos de la persona humana.
Juan Pablo II dedicó una de sus principales encíclicas a este tema, y la llamó Veritatis Splendor, el esplendor de la verdad. El Papa está convencido de que –como aconteció con el comunismo y su caída- la necesidad de verdad es tan fuerte en la humanidad que ella termina derrumbando los imperios más poderosos.
Lo dicho puede resumirse diciendo que la verdad ha dejado de ser para nuestra cultura un bien público. Esto quiere decir que se ha impuesto un nuevo dogma o una nueva verdad que consiste en afirmar que la verdad no puede ser conocida, lo cual consiste en una contradictio in terminis. Hay aquí una desconfianza en la razón, después de su sacralización . Es la actitud desdeñosa de Pilatos, que exclamó ¿qué es la verdad? sin esperar una respuesta de Jesucristo. El Papa denomina a esta cultura con una expresión muy fuerte: dice que es una cultura de la muerte. El relativismo lleva en sí mismo el germen de la destrucción.
Es posible que este cuadro aparezca como extremadamente negativo, y para entenderlo quizás se necesite una puntualización de naturaleza teológica. Esta visión de Juan Pablo II ciertamente no se debe a que le falte al Papa una visión positiva de las cosas y menos a que esté ausente en su espíritu la virtud de la esperanza. Cualquiera que conozca mínimamente su pensamiento puede afirmarlo. No se puede negar en cambio que hay aquí un esfuerzo por brindar una visión realista, que haga ver la realidad a los hombres, y sería ingenuo no ver que esta realidad muestra signos evidentes del mal. Estamos entonces, me parece, ante una expresión propia de la vocación cristiana, que refleja la condición de Jesucristo como sacerdote, rey y profeta. Concretamente interpreto que este texto desarrolla una función profética del magisterio, que se expresa no sólo en el anuncio, es decir, la proclamación de las verdades de salvación, sino también en la denuncia, en advertir al hombre sobre su apartamiento del querer divino, que es también y por lo mismo una negación de su propia dignidad. En la tradición bíblica ésta ha sido la función de los profetas, y Juan Pablo II es uno de los grandes profetas de nuestro tiempo. Entiendo entonces esta actitud del Papa como un intento de situar al hombre contemporáneo, en primer lugar a los propios cristianos, ante sus propias responsabilidades, y en este sentido nadie podrá negarle claridad.
La cultura emergente que se configura ante nuestra mirada aparece como aconfesional, secularizada, democrática, postcristiana, postmoderna y postindustrial, también cada vez más pluralista.
Situándonos entonces en la reflexión de la sociedad como pluralista, podemos decir que en la cultura contemporánea, esta cultura llamada posmoderna se encuentra ante un proceso de profundo cambio o mutación que podríamos caracterizar como una metamorfosis de lo sagrado. Esto significa que los elementos de la configuración religiosa están afectados por el cambio.
Para entender el cuadro descriptivo que traza Juan Pablo II, y en una referencia necesariamente breve e incompleta, tendríamos que mencionar aquí el llamado proceso de secularización, mediante el cual se ha producido una pérdida del sentido religioso de la existencia humana. Es decir, se ha producido una desvinculación, una ruptura de los vínculos, en primer lugar con Dios, dejando al hombre a la deriva. El hombre ha serruchado su piso pensando que ese piso le impedía expresarse libremente como tal y ha acabado cayendo en el vacío. Dicho de otro modo, esta ruptura se ha interpretado como una liberación, pero el romper la religación o su unión con lo sagrado ha significado un caos, porque ha dinamitado los propios fundamentos de su existencia y esto ha mostrado de una manera muy amarga que esa libertad sin límites es violenta, violenta contra los otros. Una mirada a la historia reciente lo muestra de un modo elocuente.
El hombre, para decirlo con una expresión que se ha convertido en clásica para expresar este fenómeno, vive como si Dios no existiera. No es una actitud litigante contra el sentido de lo sagrado sino su prescindencia, simplemente se ha prescindido de lo religioso como un valor configurador de la vida humana en el mundo. Esto es el secularismo, heredero del laicismo finisecular decimonónico.
Sin embargo, este proceso de secularización es ambiguo, porque también ha significado un reconocimiento de la naturaleza propia de las realidades temporales, de las ciencias, de la política, la economía y la cultura, y su autonomía respecto de la jurisdicción eclesiástica. El Concilio Vaticano II lo ha reconocido en una de sus constituciones con la expresión autonomía relativa de lo temporal, diciendo que esta autonomía es legítima y responde al designio divino. Pero del mismo modo ha señalado que esta autonomía no es legítima cuando se entiende como una pretensión del hombre de erigirse en suprema autoridad de sí mismo, desconociendo toda referencia a Dios.
Este es el punto de dolor que encierra el drama del hombre de nuestro tiempo, para quien lo sagrado es una expresión del propio hombre divinizado. El signo del hombre de nuestro tiempo es una religión inmanente al hombre. La divinización no es para nuestra cultura algo trascendente sino el desarrollo del ser del hombre. Estamos ante la religión de la humanidad, la religión del ser humano divinizado por sí mismo. Esta es la tentación que ya está en el Génesis: seréis como dioses.

Democracia pluralista y relativismo ético

Vamos ahora al segundo documento, que es la Nota Doctrinal sobre los cristianos en la política. En fecha también muy reciente, la Congregación para la Doctrina de la fe ha dado a conocer un importante texto, refrendado por el papa Juan Pablo II, donde se recuerdan algunos criterios dirigidos a los fieles cristianos sobre el comportamiento de los católicos en la vida pública. El documento afronta un grave problema, quizás uno de los más difíciles que tienen ante sí mismos los cristianos en esta materia, que es el de su actuación en la sociedad pluralista. El núcleo del documento es el eje democracia-relativismo, y a partir de ahí trata el tema: la religión en la sociedad pluralista.
Como producto del proceso que se acaba de describir, en efecto, se ha difundido en todos los ambientes sociales al punto de ser considerado un criterio organizador de la sociedad el relativismo ético, por el cual no existiría o en todo caso no sería cognoscible una verdad única en materia moral,. En otras palabras, no sería posible afirmar que la vida de los hombres puede configurarse de acuerdo a unos criterios que puedan ser reconocidos como el bien y el mal.
En un documento anterior , el Papa había puntualizado que la naturaleza del poder totalitario consiste en no reconocer que pueda sostenerse un criterio objetivo sobre el bien y el mal por encima de la autoridad de los gobernantes. El relativismo moral, el escepticismo y el nihilismo posmodernos remiten a negaciones de la dignidad de la persona tanto como el hegelianismo de cuño hegeliano que alimentó intelectualmente a las ideologías de la modernidad,
Esta cuestión es la que produce situaciones en las que se ha llegado a afirmar que la apropiación de un bien robado no constituye delito de hurto o que la institución matrimonial puede configurarse sin tener en cuenta la condición de hombre o mujer de una persona, algo que hubiera asombrado a nuestros padres, cualquiera hubiera sido su fe religiosa. Hoy es en el mismo interior de las iglesias cristianas donde se han registrado fuertes influencias de este relativismo moral. Esto no es ya un oscurecimiento de la esperanza sino un oscurecimiento de la razón.
En ambientes relativistas, sobre todo anglosajones, se sostiene incluso que la democracia exige como condición la aceptación del relativismo ético y que las convicciones religiosas no pueden aspirar a conformar las relaciones sociales conforme a su propia regla moral . Es la antigua actitud laicista ahora reformulada en una nueva proposición: el fundamento de la democracia es el nihilismo moral.
Este es el tema central del nuevo documento, que se refiere al concepto de autonomía, y que resulta clave para entender la cuestión.
Etimológicamente, autonomía es la capacidad de regirse (auto) por sus propias normas (nomos), o sea que, según el criterio de autonomía, el hombre es su propia ley para sí mismo. En un sentido similar, autarquía es el gobierno o principio (arjé) de sí mismo (auto) sin referencia a otro, lo que quiere decir que el hombre es para sí su principio y fuente, o dicho de otro modo, es la afirmación del hombre como un ser autosuficiente.
La creación tiene sus propias leyes que toca al hombre descubrir, y esa autonomía es absolutamente legítima, porque responde al gobierno divino del mundo. Las ciencias humanas constituyen la descripción de tal autonomía, y desde luego ellas no forman una parte de la teología.
Si bien la reflexión teológica ha tenido la sabiduría de reconocer que en las cosas creadas, el mismo creador ha impreso una huella de su divinidad, la doctrina cristiana es clara al negar que ellas sean la divinidad misma, o que revistan en sí mismas una naturaleza sagrada. Dios las ha creado y les ha señalado unos fines existenciales, de tal modo que cumpliendo su propio estatuto creacional todas las cosas creadas alcanzan su justificación ontológica, o dicho de otro modo, su verdadero fin.
A la persona humana, -quien como las demás creaturas ha recibido su estatuto creacional del mismo Dios-, inversamente a ellas, le fue dado el don de la libertad para realizar ese estatuto, o por el contrario, incumplir tal designio divino. Ese es precisamente el valor de la libertad: la posibilidad de elegir entre el bien y el mal. Dicho designio se expresa en la ley divina, tanto positiva como natural.
Por constituir una regla que expresa las exigencias fundamentales de la naturaleza humana, esto es, por tratarse de una expresión del ser del hombre, esta ley reviste un carácter necesariamente vinculante para todos los seres humanos sin excepción, independientemente de sus propias creencias religiosas. En la ley natural el hombre se realiza como tal, sin ella se desrealiza. Por eso puede decirse que ella constituye el límite irrenunciable de su dignidad.
¿Qué significa entonces que existe una autonomía y que ella es relativa? ¿cuándo la autonomía es absoluta y cuándo es relativa? El mensaje del concilio consiste en especificar que, si bien la autonomía de los asuntos temporales es absoluta respecto de la jurisdicción eclesiástica, en cuanto lo espiritual y lo temporal pertenecen a dos órdenes claramente diferentes sujetos a sus propias leyes, el orden temporal no se encuentra absolutamente divorciado del espiritual. Este punto de conexión entre ambos es el orden moral expresado en la ley natural.
La relatividad de la autonomía consiste entonces en que lo temporal no posee tal autonomía absoluta en lo que se refiere a su dimensión moral. Esta soberanía es absoluta en cambio respecto del orden estrictamente religioso y eclesiástico, cuya jurisdicción se encuentra en el estricto ámbito de las conciencias y es abarcativa de todos los fieles en cuanto miembros de la comunidad eclesial.
La autonomía de lo temporal no es por lo tanto absoluta respecto a la generalidad de los hombres, sino relativa, en cuanto todo lo creado importa en sí mismo una implícita referencia al creador. Ese ámbito en el que el hombre se vincula con la ley natural es el orden moral, que también constituye el terreno propio de la doctrina de la Iglesia, además del estrictamente religioso, pero en cuanto ella no lo crea, sino que discierne sus exigencias propias y lo enseña a los hombres para ayudarles a conseguir sus propios fines existenciales.
En esta misma dirección, el nuevo documento viene a precisar ahora algunos conceptos relacionados con la actuación de los fieles cristianos en la política, y no se refiere por lo tanto a una definición dogmática sino moral, es decir, relativa al comportamiento de las personas.
Estamos entonces en el ámbito teológico-moral que estudia los actos humanos en relación a su último fin. Se trata por lo tanto de un pronunciamiento de naturaleza moral que incumbe al magisterio, quien si bien de ordinario no se pronuncia infaliblemente en esta materia, constituye sin embargo un magisterio auténtico sobre una cuestión de orden práctico, que de ningún modo está exenta del asentimiento de los fieles.

El universo religioso de la posmodernidad

En una visión del panorama religioso de nuestros días nos encontramos con diversos elementos que vamos a enunciar brevemente.
El proceso de secularización se expresa, como decíamos, en la increencia, una actitud ignorante y prescindente de Dios. Los hombres viven en una realidad puramente inmanente, y esta es la figura tan familiar en nuestros días del consumismo, del hedonismo, del aturdimiento, de una gris supervivencia sin sentido, de una existencia reducida a pasarla diríamos lo mejor posible hasta que aparece la realidad –ciertamente incomprensible para tantos hombres de nuestro tiempo- de la muerte.
Esta realidad parece haber remitido en cierto modo en años recientes para dar espacio a un revival de lo religioso que no transcurre sin embargo por los cauces de las tradiciones religiosas sino que se traduce en los llamados nuevos movimientos religiosos.
Pero más vivamente se expresa también el movimiento de un retorno de lo sagrado en la irrupción de una religiosidad conformada por elementos heterogéneos que expresa un sentido refractario a las instituciones religiosas tradicionales. Se trata de un creer sin pertenecer institucionalmente, believing without belonging, en una expresión acuñada para expresar esta nueva sensibilidad. Encontramos aquí una constelación de creencias esotéricas que conforman no un movimiento propiamente dicho y menos una religión sino una corriente de espiritualidad sincretista que puede reunirse bajo la denominación de New Age. Incluso la New Age es en mi opinión no un espiritualismo, como suele presentársela, sino un materialismo espiritualizado.
Finalmente, y posiblemente también como un movimiento reactivo de esta nueva y difusa espiritualidad light, asistimos a un crecimiento del fundamentalismo, que expresa una ideología de la fe mediante la cual la dimensión religiosa es subordinada a fines de poder. El fundamentalismo es un monismo político-religioso cuyo núcleo es el integrismo, en el que la verdad es impuesta por la fuerza .
En la historia de la cultura son frecuentes estas situaciones en las que se pasa de un extremo al otro, es decir, después de un periodo en el que se produce la acentuación de unos determinados valores se sucede otro en el que prevalecen los opuestos, y puede acontecer que después del primado del relativismo aparezca un periodo signado por el fundamentalismo.
El magisterio eclesiástico ha señalado al fundamentalismo como una sobredimensión de lo religioso y ha planteado una laicidad de la cultura y de la política, la actitud fundamentalista importaría según este criterio una verdadera regresión histórica a un periodo precristiano, si consideramos que Jesucristo trazó la distinción entre Dios y el César, produciendo una verdadera revolución en las relaciones entre lo religioso y lo político.
El riesgo del fundamentalismo es una realidad presente en nuestro futuro, precisamente como una sensibilidad opuesta al relativismo. En la historia de la cultura son frecuentes estos deslizamientos de un lado al otro opuesto, porque es posible que un abuso engendre el contrario, son respuestas casi automáticas que suelen expresar actitudes humanas de compensación e incluso venganza.
Me pregunto si sabremos encontrar la racionalidad, la conjunción entre la fe y la razón que nos permita superar airosamente el riesgo del relativismo y también su vicio opuesto del fundamentalismo.
Pero, el camino de superación del relativismo –también del fundamentalismo- no es sino una necesidad de estricta supervivencia, porque tanto uno como otro son portadores positivos de la cultura de la muerte, de la que nos ha prevenido Juan Pablo II ejerciendo el mismo deber que llevó a sus antecesores a denunciar los males de los totalitarismos que ensombrecieron de una manera trágica todo el pasado siglo veinte. La historia a menudo engendra desilusión, también enciende nuevas esperanzas.
En uno de sus últimos libros, La resistencia, el escritor Ernesto Sábato tiene presente la relación entre secularización y relativismo, y sus consecuencias. Es la resistencia al nihilismo moral que conduce a la cultura de la muerte. El camino de superación del relativismo significará un triunfo sobre la cultura de la muerte de las que nos hablaba Juan Pablo II.
Dice Sábato: El sentimiento de orfandad tan presente en este tiempo se debe a la pérdida de los valores compartidos y sagrados. Si los valores son relativos, y uno adhiere a ellos como a las reglamentaciones de un club deportivo ¿Cómo podrán salvzrnos ante la desgracia y el infortunio?
Finalmente, en otro apartado se pregunta el escritor: Si todo es relativo ¿encuentra el hombre valor para el sacrificio? ¿Y sin sacrificio se puede acaso vivir?
Es verdad que el recorrido de la historia puede engendrar desilusión, pero el espíritu humano no se rinde fácilmente (el título del libro, lo recuerdo, es: La resistencia). y desde luego siempre está abierto a las promesas de la libertad humana y la gracia divina. Ernesto Sábato resiste así a la cultura de la muerte con el torrente de la vida. Concluyo entonces con su reflexión: Si cambia la mentalidad del hombre, el peligro que vivimos es paradójicamente una esperanza. La historia siempre es novedosa. Por eso a pesar de las desilusiones y frustraciones acumuladas, no hay motivos para descreer de las gestas cotidianas. Aunque simples y modestas, son las que están generando una nueva nueva nararación de la historia, abriendo así un nuevo curso al torrente de la vida.




Tweeter
Buenos Aires
República Argentina
CUIT: 30-70818131-1
IGJ: Resolución 1416/04
CENOC: Inscripción 14952
email: info@calir.org.ar