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LA RELIGION
EN LA SOCIEDAD PLURALISTA
Por Roberto Bosca |
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Exposición dictada en la Jornada “A 150 AÑOS DE LA CONSTITUCIÓN. IGLESIAS Y CONFESIONES
RELIGIOSAS. BALANCE Y PERSPECTIVAS”, Jornada organizada por el CALIR el 13 de agosto de 2003 en el Auditorio
“San Ignacio de Loyola” de la Universidad del Salvador.
Me parece que podemos partir de una caracterización
de la cultura de nuestros días para tratar de auscultar después
cuál es el lugar de la religión en ella. En los últimos
años se ha venido reflexionando bastante sobre el eje fe-cultura.
Cada cultura se configura de una determinada manera en relación
a los valores religiosos, por ejemplo el imperio romano o la cristiandad
medieval, como acontece del mismo modo en la nuestra. Los valores
que sostiene una sociedad se expresan religiosamente y a su vez
la religión informa, asimila o también refracta o
rechaza los valores que esa sociedad expresa.
Voy a intentar exponer ahora una visión de la religión
en la sociedad pluralista desde mi propia perspectiva de la fe cristiana,
sirviéndome de dos recientes documentos de la Iglesia católica
que me parecen útiles para el caso. Ellos son la exhortación
apostólica Ecclesia in América de Juan Pablo II y
la Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso
y la conducta de los católicos en la vida política
de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
La mencionada exhortación del Papa traza un diagnóstico
de la cultura que me parece interesante tener presente en este diálogo,
y la Nota doctrinal se refiere a la relación de la religión
y la democracia, que es la fórmula política que expresa
la sociedad pluralista en nuestros días.
¿Cuáles son los valores que según estos documentos
expresan la llamada cultura emergente de nuestros días? ¿Cuál
es el lugar, el locus de la religión en la sociedad pluralista?
Estas son las preguntas que vamos a tratar de contestar en nuestra
reflexión y en nuestro diálogo, y para esto vamos
a ver el primer documento.
El oscurecimiento de la esperanza
En el mes de junio de este mismo año el
Papa Juan Pablo II dio a conocer una exhortación apostólica
que se llama Ecclesia in Europa, Iglesia en Europa . En el primer
capítulo de este documento el Papa hace un diagnóstico
de la cultura que puede servirnos ahora, con ocasión de nuestro
diálogo, como una descripción de este momento histórico,
tal como se lo percibe desde la perspectiva de un observatorio muy
singular, un lugar que es mirado como un punto de referencia por
millones de personas en todo el mundo.
Me parece interesante este diagnóstico, (que adelanto, es
ciertamente crítico), no sólo porque el Papa es la
más alta autoridad de la Iglesia católica, sino porque
su figura trasciende largamente su jurisdicción magisterial
sobre los fieles cristianos, extendiendo su autoridad moral mucho
más allá de su propia comunidad religiosa .
Merece recordarse también que el Papa elaboró además
este documento sobre el instrumentum laboris, o sea sobre un texto
preparado por el sínodo de los obispos europeos, y él
no refleja por lo tanto una visión estrictamente personal
sino compartida de algún modo por el colegio episcopal del
viejo continente.
Juan Pablo II comienza advirtiendo que un rasgo fundamental de nuestra
cultura es un oscurecimiento de la esperanza , un signo de desorientación
e inseguridad que oscurece la vida de los hombres y mujeres en nuestros
días. Recuerdo que el Papa se está refiriendo a Europa,
pero sus palabras seguramente son plenamente aplicables a nuestra
propia sociedad, en cuanto nuestro patrimonio cultural es heredero
de esa misma tradición, enriquecida por otras fuentes a lo
largo de nuestra historia hasta nuestros días.
Es un clima diverso al de unos años atrás, por ejemplo
el de los años sesenta, en el que recorrían la sociedad
las utopías revolucionarias, que aunque engañosamente,
prometían una vida mejor. Hoy se ha producido el colapso
de las ideologías y su promesa de una sociedad perfecta,
que se habían constituido como verdaderas religiones seculares
portadoras de un propio mensaje de salvación. Ha caído
también el mito del progreso por el cual la ciencia y la
técnica iban a alumbrar un mundo feliz para todos. No fue
así; al contrario, el progreso técnico ha traído,
junto a innegables beneficios, también la posibilidad cierta
de la autodestrucción. Esta desesperanza posmoderna actual
expresa entonces la contracara del optimismo progresista y revolucionario
moderno.
El Papa denuncia aquí una pérdida de la memoria y
de la herencia cristianas, unidas a una especie de agnosticismo
práctico y de indiferencia religiosa . Subrayo estas dos
palabras empleadas por el Papa, -herencia y memoria-, porque designan
dos conceptos que me parece constituyen unos valores especialmente
apreciados en la comunidad judía . Lo cierto es que la sociedad
a través de este proceso de amnesia y negación ha
ido atenuando progresivamente el sentido cristiano de la vida humana
para ir organizándose sobre fundamentos cada vez más
alejados de unos criterios que expresen la dignidad de la persona.
Parece claro que éste es un dato objetivo de la realidad
, no la opinión de los obispos.
Sin necesidad de compartir una añoranza nostálgica
por los “buenos tiempos”, esta renuncia nos muestra un resultado
preocupante, no sólo desde la perspectiva de la fe cristiana,
sino porque de ese modo la sociedad –la experiencia de nuestro tiempo
es elocuente al respecto- se configura como una trama de violencias,
de corrupciones, de egoísmos, de abandono del sentido de
la vida y hasta del mismo sentido común. Lo que eran verdades
evidentes hasta hace poco tiempo, ahora no son reconocidas como
tales. El matrimonio es sólo un ejemplo entre muchos.
Este dato indica una evidente crisis en el ethos de nuestra cultura.
La autoridad de la Iglesia no ha dejado de declararlo aun en contra
de las ideas que puedan circunstancialmente imponerse en la sociedad,
configurando en no pocas ocasiones un pensamiento único que
pretende excluir de un modo incluso autoritario cualquier opinión
independiente o espíritu disidente. El nazismo fue objeto
de una evidente crítica por la Iglesia católica, y
esto no es algo que la misma Iglesia esté dispuesta a cambiarlo,
aunque en el futuro la mayoría determine que el nazismo fue
algo bueno, cosa que aunque indeseable e improbable no ha de descartarse
que pueda ocurrir, y no sería la primera vez en la historia
que algo así sucede. Esto es así porque el juicio
moral no cambia en la Iglesia, y mucho menos al compás de
pretendidos consensos sociales; puede cambiar la perspectiva pero
no su valoración moral .
Hoy se extiende un temor entre los ciudadanos -y voy a ser concreto-
casi hasta de salir a la calle; hay un cierto miedo de afrontar
el futuro, reflejado incluso en el descenso de la natalidad: no
traer hijos a este mundo inhumano, evitar nuevos sufrimientos. Se
está dando –anota el Papa entre otros datos- una difusa fragmentación
de la existencia, hay una búsqueda obsesiva de los propios
intereses y privilegios, y se advierte un proceso de globalización
que apunta a la unidad, pero margina a los débiles. Son todos
estos claros síntomas de una indiferencia ética general,
subraya el Papa, en un concepto que no hace falta demasiado esfuerzo
para compartirlo aun desde visiones religiosas muy diversas a la
que aquí se expone. Hay una indiferencia ética general,
no de la clase política, sino de toda la sociedad.
Junto al crecimiento del individualismo, -sigue el documento- se
nota un decaimiento creciente de la solidaridad interpersonal. Asistimos
al nacimiento de una nueva cultura, -afirma el Papa- de la que forma
parte un agnosticismo religioso cada vez más difuso, vinculado
a un relativismo moral y jurídico más profundo , que
hunde sus raíces en la pérdida de la verdad del hombre
como fundamento de los derechos de la persona humana.
Juan Pablo II dedicó una de sus principales encíclicas
a este tema, y la llamó Veritatis Splendor, el esplendor
de la verdad. El Papa está convencido de que –como aconteció
con el comunismo y su caída- la necesidad de verdad es tan
fuerte en la humanidad que ella termina derrumbando los imperios
más poderosos.
Lo dicho puede resumirse diciendo que la verdad ha dejado de ser
para nuestra cultura un bien público. Esto quiere decir que
se ha impuesto un nuevo dogma o una nueva verdad que consiste en
afirmar que la verdad no puede ser conocida, lo cual consiste en
una contradictio in terminis. Hay aquí una desconfianza en
la razón, después de su sacralización . Es
la actitud desdeñosa de Pilatos, que exclamó ¿qué
es la verdad? sin esperar una respuesta de Jesucristo. El Papa denomina
a esta cultura con una expresión muy fuerte: dice que es
una cultura de la muerte. El relativismo lleva en sí mismo
el germen de la destrucción.
Es posible que este cuadro aparezca como extremadamente negativo,
y para entenderlo quizás se necesite una puntualización
de naturaleza teológica. Esta visión de Juan Pablo
II ciertamente no se debe a que le falte al Papa una visión
positiva de las cosas y menos a que esté ausente en su espíritu
la virtud de la esperanza. Cualquiera que conozca mínimamente
su pensamiento puede afirmarlo. No se puede negar en cambio que
hay aquí un esfuerzo por brindar una visión realista,
que haga ver la realidad a los hombres, y sería ingenuo no
ver que esta realidad muestra signos evidentes del mal. Estamos
entonces, me parece, ante una expresión propia de la vocación
cristiana, que refleja la condición de Jesucristo como sacerdote,
rey y profeta. Concretamente interpreto que este texto desarrolla
una función profética del magisterio, que se expresa
no sólo en el anuncio, es decir, la proclamación de
las verdades de salvación, sino también en la denuncia,
en advertir al hombre sobre su apartamiento del querer divino, que
es también y por lo mismo una negación de su propia
dignidad. En la tradición bíblica ésta ha sido
la función de los profetas, y Juan Pablo II es uno de los
grandes profetas de nuestro tiempo. Entiendo entonces esta actitud
del Papa como un intento de situar al hombre contemporáneo,
en primer lugar a los propios cristianos, ante sus propias responsabilidades,
y en este sentido nadie podrá negarle claridad.
La cultura emergente que se configura ante nuestra mirada aparece
como aconfesional, secularizada, democrática, postcristiana,
postmoderna y postindustrial, también cada vez más
pluralista.
Situándonos entonces en la reflexión de la sociedad
como pluralista, podemos decir que en la cultura contemporánea,
esta cultura llamada posmoderna se encuentra ante un proceso de
profundo cambio o mutación que podríamos caracterizar
como una metamorfosis de lo sagrado. Esto significa que los elementos
de la configuración religiosa están afectados por
el cambio.
Para entender el cuadro descriptivo que traza Juan Pablo II, y en
una referencia necesariamente breve e incompleta, tendríamos
que mencionar aquí el llamado proceso de secularización,
mediante el cual se ha producido una pérdida del sentido
religioso de la existencia humana. Es decir, se ha producido una
desvinculación, una ruptura de los vínculos, en primer
lugar con Dios, dejando al hombre a la deriva. El hombre ha serruchado
su piso pensando que ese piso le impedía expresarse libremente
como tal y ha acabado cayendo en el vacío. Dicho de otro
modo, esta ruptura se ha interpretado como una liberación,
pero el romper la religación o su unión con lo sagrado
ha significado un caos, porque ha dinamitado los propios fundamentos
de su existencia y esto ha mostrado de una manera muy amarga que
esa libertad sin límites es violenta, violenta contra los
otros. Una mirada a la historia reciente lo muestra de un modo elocuente.
El hombre, para decirlo con una expresión que se ha convertido
en clásica para expresar este fenómeno, vive como
si Dios no existiera. No es una actitud litigante contra el sentido
de lo sagrado sino su prescindencia, simplemente se ha prescindido
de lo religioso como un valor configurador de la vida humana en
el mundo. Esto es el secularismo, heredero del laicismo finisecular
decimonónico.
Sin embargo, este proceso de secularización es ambiguo, porque
también ha significado un reconocimiento de la naturaleza
propia de las realidades temporales, de las ciencias, de la política,
la economía y la cultura, y su autonomía respecto
de la jurisdicción eclesiástica. El Concilio Vaticano
II lo ha reconocido en una de sus constituciones con la expresión
autonomía relativa de lo temporal, diciendo que esta autonomía
es legítima y responde al designio divino. Pero del mismo
modo ha señalado que esta autonomía no es legítima
cuando se entiende como una pretensión del hombre de erigirse
en suprema autoridad de sí mismo, desconociendo toda referencia
a Dios.
Este es el punto de dolor que encierra el drama del hombre de nuestro
tiempo, para quien lo sagrado es una expresión del propio
hombre divinizado. El signo del hombre de nuestro tiempo es una
religión inmanente al hombre. La divinización no es
para nuestra cultura algo trascendente sino el desarrollo del ser
del hombre. Estamos ante la religión de la humanidad, la
religión del ser humano divinizado por sí mismo. Esta
es la tentación que ya está en el Génesis:
seréis como dioses.
Democracia pluralista y relativismo ético
Vamos ahora al segundo documento, que es la Nota
Doctrinal sobre los cristianos en la política. En fecha también
muy reciente, la Congregación para la Doctrina de la fe ha
dado a conocer un importante texto, refrendado por el papa Juan
Pablo II, donde se recuerdan algunos criterios dirigidos a los fieles
cristianos sobre el comportamiento de los católicos en la
vida pública. El documento afronta un grave problema, quizás
uno de los más difíciles que tienen ante sí
mismos los cristianos en esta materia, que es el de su actuación
en la sociedad pluralista. El núcleo del documento es el
eje democracia-relativismo, y a partir de ahí trata el tema:
la religión en la sociedad pluralista.
Como producto del proceso que se acaba de describir, en efecto,
se ha difundido en todos los ambientes sociales al punto de ser
considerado un criterio organizador de la sociedad el relativismo
ético, por el cual no existiría o en todo caso no
sería cognoscible una verdad única en materia moral,.
En otras palabras, no sería posible afirmar que la vida de
los hombres puede configurarse de acuerdo a unos criterios que puedan
ser reconocidos como el bien y el mal.
En un documento anterior , el Papa había puntualizado que
la naturaleza del poder totalitario consiste en no reconocer que
pueda sostenerse un criterio objetivo sobre el bien y el mal por
encima de la autoridad de los gobernantes. El relativismo moral,
el escepticismo y el nihilismo posmodernos remiten a negaciones
de la dignidad de la persona tanto como el hegelianismo de cuño
hegeliano que alimentó intelectualmente a las ideologías
de la modernidad,
Esta cuestión es la que produce situaciones en las que se
ha llegado a afirmar que la apropiación de un bien robado
no constituye delito de hurto o que la institución matrimonial
puede configurarse sin tener en cuenta la condición de hombre
o mujer de una persona, algo que hubiera asombrado a nuestros padres,
cualquiera hubiera sido su fe religiosa. Hoy es en el mismo interior
de las iglesias cristianas donde se han registrado fuertes influencias
de este relativismo moral. Esto no es ya un oscurecimiento de la
esperanza sino un oscurecimiento de la razón.
En ambientes relativistas, sobre todo anglosajones, se sostiene
incluso que la democracia exige como condición la aceptación
del relativismo ético y que las convicciones religiosas no
pueden aspirar a conformar las relaciones sociales conforme a su
propia regla moral . Es la antigua actitud laicista ahora reformulada
en una nueva proposición: el fundamento de la democracia
es el nihilismo moral.
Este es el tema central del nuevo documento, que se refiere al concepto
de autonomía, y que resulta clave para entender la cuestión.
Etimológicamente, autonomía es la capacidad de regirse
(auto) por sus propias normas (nomos), o sea que, según el
criterio de autonomía, el hombre es su propia ley para sí
mismo. En un sentido similar, autarquía es el gobierno o
principio (arjé) de sí mismo (auto) sin referencia
a otro, lo que quiere decir que el hombre es para sí su principio
y fuente, o dicho de otro modo, es la afirmación del hombre
como un ser autosuficiente.
La creación tiene sus propias leyes que toca al hombre descubrir,
y esa autonomía es absolutamente legítima, porque
responde al gobierno divino del mundo. Las ciencias humanas constituyen
la descripción de tal autonomía, y desde luego ellas
no forman una parte de la teología.
Si bien la reflexión teológica ha tenido la sabiduría
de reconocer que en las cosas creadas, el mismo creador ha impreso
una huella de su divinidad, la doctrina cristiana es clara al negar
que ellas sean la divinidad misma, o que revistan en sí mismas
una naturaleza sagrada. Dios las ha creado y les ha señalado
unos fines existenciales, de tal modo que cumpliendo su propio estatuto
creacional todas las cosas creadas alcanzan su justificación
ontológica, o dicho de otro modo, su verdadero fin.
A la persona humana, -quien como las demás creaturas ha recibido
su estatuto creacional del mismo Dios-, inversamente a ellas, le
fue dado el don de la libertad para realizar ese estatuto, o por
el contrario, incumplir tal designio divino. Ese es precisamente
el valor de la libertad: la posibilidad de elegir entre el bien
y el mal. Dicho designio se expresa en la ley divina, tanto positiva
como natural.
Por constituir una regla que expresa las exigencias fundamentales
de la naturaleza humana, esto es, por tratarse de una expresión
del ser del hombre, esta ley reviste un carácter necesariamente
vinculante para todos los seres humanos sin excepción, independientemente
de sus propias creencias religiosas. En la ley natural el hombre
se realiza como tal, sin ella se desrealiza. Por eso puede decirse
que ella constituye el límite irrenunciable de su dignidad.
¿Qué significa entonces que existe una autonomía
y que ella es relativa? ¿cuándo la autonomía
es absoluta y cuándo es relativa? El mensaje del concilio
consiste en especificar que, si bien la autonomía de los
asuntos temporales es absoluta respecto de la jurisdicción
eclesiástica, en cuanto lo espiritual y lo temporal pertenecen
a dos órdenes claramente diferentes sujetos a sus propias
leyes, el orden temporal no se encuentra absolutamente divorciado
del espiritual. Este punto de conexión entre ambos es el
orden moral expresado en la ley natural.
La relatividad de la autonomía consiste entonces en que lo
temporal no posee tal autonomía absoluta en lo que se refiere
a su dimensión moral. Esta soberanía es absoluta en
cambio respecto del orden estrictamente religioso y eclesiástico,
cuya jurisdicción se encuentra en el estricto ámbito
de las conciencias y es abarcativa de todos los fieles en cuanto
miembros de la comunidad eclesial.
La autonomía de lo temporal no es por lo tanto absoluta respecto
a la generalidad de los hombres, sino relativa, en cuanto todo lo
creado importa en sí mismo una implícita referencia
al creador. Ese ámbito en el que el hombre se vincula con
la ley natural es el orden moral, que también constituye
el terreno propio de la doctrina de la Iglesia, además del
estrictamente religioso, pero en cuanto ella no lo crea, sino que
discierne sus exigencias propias y lo enseña a los hombres
para ayudarles a conseguir sus propios fines existenciales.
En esta misma dirección, el nuevo documento viene a precisar
ahora algunos conceptos relacionados con la actuación de
los fieles cristianos en la política, y no se refiere por
lo tanto a una definición dogmática sino moral, es
decir, relativa al comportamiento de las personas.
Estamos entonces en el ámbito teológico-moral que
estudia los actos humanos en relación a su último
fin. Se trata por lo tanto de un pronunciamiento de naturaleza moral
que incumbe al magisterio, quien si bien de ordinario no se pronuncia
infaliblemente en esta materia, constituye sin embargo un magisterio
auténtico sobre una cuestión de orden práctico,
que de ningún modo está exenta del asentimiento de
los fieles.
El universo religioso de la posmodernidad
En una visión del panorama religioso de
nuestros días nos encontramos con diversos elementos que
vamos a enunciar brevemente.
El proceso de secularización se expresa, como decíamos,
en la increencia, una actitud ignorante y prescindente de Dios.
Los hombres viven en una realidad puramente inmanente, y esta es
la figura tan familiar en nuestros días del consumismo, del
hedonismo, del aturdimiento, de una gris supervivencia sin sentido,
de una existencia reducida a pasarla diríamos lo mejor posible
hasta que aparece la realidad –ciertamente incomprensible para tantos
hombres de nuestro tiempo- de la muerte.
Esta realidad parece haber remitido en cierto modo en años
recientes para dar espacio a un revival de lo religioso que no transcurre
sin embargo por los cauces de las tradiciones religiosas sino que
se traduce en los llamados nuevos movimientos religiosos.
Pero más vivamente se expresa también el movimiento
de un retorno de lo sagrado en la irrupción de una religiosidad
conformada por elementos heterogéneos que expresa un sentido
refractario a las instituciones religiosas tradicionales. Se trata
de un creer sin pertenecer institucionalmente, believing without
belonging, en una expresión acuñada para expresar
esta nueva sensibilidad. Encontramos aquí una constelación
de creencias esotéricas que conforman no un movimiento propiamente
dicho y menos una religión sino una corriente de espiritualidad
sincretista que puede reunirse bajo la denominación de New
Age. Incluso la New Age es en mi opinión no un espiritualismo,
como suele presentársela, sino un materialismo espiritualizado.
Finalmente, y posiblemente también como un movimiento reactivo
de esta nueva y difusa espiritualidad light, asistimos a un crecimiento
del fundamentalismo, que expresa una ideología de la fe mediante
la cual la dimensión religiosa es subordinada a fines de
poder. El fundamentalismo es un monismo político-religioso
cuyo núcleo es el integrismo, en el que la verdad es impuesta
por la fuerza .
En la historia de la cultura son frecuentes estas situaciones en
las que se pasa de un extremo al otro, es decir, después
de un periodo en el que se produce la acentuación de unos
determinados valores se sucede otro en el que prevalecen los opuestos,
y puede acontecer que después del primado del relativismo
aparezca un periodo signado por el fundamentalismo.
El magisterio eclesiástico ha señalado al fundamentalismo
como una sobredimensión de lo religioso y ha planteado una
laicidad de la cultura y de la política, la actitud fundamentalista
importaría según este criterio una verdadera regresión
histórica a un periodo precristiano, si consideramos que
Jesucristo trazó la distinción entre Dios y el César,
produciendo una verdadera revolución en las relaciones entre
lo religioso y lo político.
El riesgo del fundamentalismo es una realidad presente en nuestro
futuro, precisamente como una sensibilidad opuesta al relativismo.
En la historia de la cultura son frecuentes estos deslizamientos
de un lado al otro opuesto, porque es posible que un abuso engendre
el contrario, son respuestas casi automáticas que suelen
expresar actitudes humanas de compensación e incluso venganza.
Me pregunto si sabremos encontrar la racionalidad, la conjunción
entre la fe y la razón que nos permita superar airosamente
el riesgo del relativismo y también su vicio opuesto del
fundamentalismo.
Pero, el camino de superación del relativismo –también
del fundamentalismo- no es sino una necesidad de estricta supervivencia,
porque tanto uno como otro son portadores positivos de la cultura
de la muerte, de la que nos ha prevenido Juan Pablo II ejerciendo
el mismo deber que llevó a sus antecesores a denunciar los
males de los totalitarismos que ensombrecieron de una manera trágica
todo el pasado siglo veinte. La historia a menudo engendra desilusión,
también enciende nuevas esperanzas.
En uno de sus últimos libros, La resistencia, el escritor
Ernesto Sábato tiene presente la relación entre secularización
y relativismo, y sus consecuencias. Es la resistencia al nihilismo
moral que conduce a la cultura de la muerte. El camino de superación
del relativismo significará un triunfo sobre la cultura de
la muerte de las que nos hablaba Juan Pablo II.
Dice Sábato: El sentimiento de orfandad tan presente en este
tiempo se debe a la pérdida de los valores compartidos y
sagrados. Si los valores son relativos, y uno adhiere a ellos como
a las reglamentaciones de un club deportivo ¿Cómo
podrán salvzrnos ante la desgracia y el infortunio?
Finalmente, en otro apartado se pregunta el escritor: Si todo es
relativo ¿encuentra el hombre valor para el sacrificio? ¿Y
sin sacrificio se puede acaso vivir?
Es verdad que el recorrido de la historia puede engendrar desilusión,
pero el espíritu humano no se rinde fácilmente (el
título del libro, lo recuerdo, es: La resistencia). y desde
luego siempre está abierto a las promesas de la libertad
humana y la gracia divina. Ernesto Sábato resiste así
a la cultura de la muerte con el torrente de la vida. Concluyo entonces
con su reflexión: Si cambia la mentalidad del hombre, el
peligro que vivimos es paradójicamente una esperanza. La
historia siempre es novedosa. Por eso a pesar de las desilusiones
y frustraciones acumuladas, no hay motivos para descreer de las
gestas cotidianas. Aunque simples y modestas, son las que están
generando una nueva nueva nararación de la historia, abriendo
así un nuevo curso al torrente de la vida.
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